que se escapan entre los labios
de febriles cuentacuentos
que no quieren sino hacer de tu piel
una alfombra de alambres.
Siempre me tapé los oídos
cuando alguien decidía que era hora
de atemorizar a los amigos;
cerré los ojos cuando la televisión,
amparada en la noche,
mostraba pesadillas que mi cabeza reduplicaba
como una campana de pensamientos temibles
y me tapé los labios
cuando creía sucumbir a la tentación
de pronunciar nombres
que derivasen en latidos exaltados.
Sin embargo,
si alguien pudo aterrorizarme
esa era la imagen del espejo,
real o irreal, en tinieblas o a plena luz,
esa otra Alicia siempre se mostró malvada,
demasiado inteligente para que la bondad saliera de su boca
y cada noche sé que me aguarda,
esperando un descuido,
para devorarme y hacer pasar por cierta
la copia.
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