Aquellos veranos en los que nada,
salvo el tiempo inclemente,
pasaba entre las horas y los días,
o entre las páginas de algún libro
que atesoraba entre mis manos
como el mayor de los tesoros
han regresado.
Hoy el tedio, la enfermedad que invade a mi tiempo,
vuelve con la fuerza de los veranos sin prisa,
de las tardes y las noches leyendo y releyendo
por afición y por pesar.
Que siempre fui una criatura triste
que adolecía de la hirsuta alegría
o de la repentina nostalgia
es algo que siempre supe
y procuré calmar al monstruo
aplacando sus conocimientos.
Hoy, saciada de la fruta del Árbol de la Ciencia,
no observo el camino
sino con la mirada del que sabe que nada espera,
o la melancolía de quien quiere alzar los brazos y elevarse
y no puede dar un paso en soledad.
Hoy mis monstruos se han hecho fuertes,
y aunque el gran demonio sigue cerrado tras la convicción,
cada día la sangre se escapa,
me hace más débil
y hoy, a mis veintiocho años, pienso:
¿quién movería montañas
sólo por verme?
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