Ha llegado Rodin.
Con su frío metal, su bronce oscuro con las pupilas ausentes.
Ha venido bajo un cielo gris de invierno perla.
Y ha dejado bajo el quicio de la ventana de una ciudad de provincia
media docena de estatuas negras.
Instaladas en el dolor y la desesperación.
Tan sólo ante una me siento pausada,
El Pensador observa el infinito sin solución.
Me doy una vuelta y me marcho.
Quisiera quedarme,
a preguntarles, durante horas, días,
qué es lo que late bajo esa gélida piel indeformable.
Pero no hay tiempo,
el tiempo se me va entre los dedos,
como a Andreu d'Andres, o a Jean, o a Jacques...
el tiempo se va y no hay preguntas.
El de seguridad me mira.
Y El Pensador sigue subido a su pedestal de filosofía muerta.
1 comentario:
Qué bueno, Nerea. Yo también me quedé como una idiota mirando El Pensador.
Un abrazo
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