Se me ha instalado un vacío
entre las costillas
por todas las noches solas
y las lágrimas sumergidas en las cuencas
y ahora silba el viento ardiente
con su gélida voz
entre mi frente y mis manos.
Hay días que el peso de la vida
se incrusta en los huesos
y no me deja alzar los ojos
por si el sol me roba el color del rostro.
Hoy, después de lamerme las heridas
como un cachorro apaleado,
con esa nube que crece desde dentro
y se ciñe a mi cabeza
como la corona del pesimismo,
siento que mis brazos no podrían alzar el vuelo,
que mi lengua pesa demasiado atornillada en mi garganta
y que los pies se han cristalizado
y cada paso
coloca un lustro sobre mi pelo.
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