Entre las páginas de mi memoria, entre los cientos, miles de palabras que he leído y entre las pocas que he tenido la fortuna de admirar intenta introducirse uno de los últimos premios Planeta. Sin embargo, no sé si por mi parte humilde, que reniega de los escándalos y las extravagancias innecesarias, o quizás por correr contra la corriente, le cierro las puertas, tapono los huecos y dejo ese libro castigado entre otros a los que acogí con agrado. Para que se cubra de polvo, para que se borre de mi recuerdo y que sus doradas páginas imitando el oro se evaporen y desaparezcan.
Sé que puede resultar terrible, sobre todo si quien está escribiendo esto quiere dedicarse un día a la literatura. O puede que sea eso lo que me impulse, por lo que reniegue y me yerga dispuesta a luchar ferozmente. Quizás así no sea tan atroz mi intento.
No me malinterpreten, hay autores, entre los nuevos súper-ventas, que me han gustado, y no sólo como mero entretenimiento, sino como placer, el placer que produce leer un buen libro. Sin embargo, cuando supe quiénes habían ganado el premio Planeta este pasado año... no sentí únicamente desconcierto o rabia, sino desesperanza.
La gente que, como yo (o no como yo), escribe en su casa en ese breve instante que tiene libre, que guarda sus palabras para los que le quieren y que, si se siente con ánimo, se presenta a un concurso autonómico, tenía antes la esperanza o el sueño de, un día, presentar su obra al Planeta. Pero no esperando ganar, sino, simplemente, quedar finalistas. Ahora, incluso el logro de alcanzar el preciado segundo premio nos ha sido robado. No tengo nada en contra de Boris Izaguirre, cada uno se gana la vida como quiere (o puede, según el caso) y quizás escriba bien. Sinceramente, no he leído su libro ni tengo intención de hacerlo. La cuestión es que antes el segundo premio iba para alguien poco conocido o que salía a la luz en ese momento. Ahora ya no nos queda nada a los escritores sin nombre.
En el lodazal de la literatura ahora lo que vale es la publicidad, el cotilleo, las problemáticas que, por ser política o culturalmente incorrectas, captan a la gente.
Lo que importa es vender, si la gente lee o decora su casa con bonitos libros, eso carece de interés. Para el lector, y con lector me refiero a la persona que lee una media de, al menos, dos o tres libros al mes, lo esencial es encontrar, entre tanta literatura sintética y tanta palabra plastificada, un motivo por el cual seguir leyendo, una razón para continuar evadiéndose hacia mundos diseñados por otros y dejarse llevar, o luchar contra el pensamiento del autor. El lector se ha ido convirtiendo, poco a poco, en un utópico.
La literatura se está hundiendo en el lodo y parece que cualquier esfuerzo es inútil si no colaboramos todos. Ya ningún niño se duerme pronto para que el Conciliasueños de Andersen le traiga buenos sueños. La mayoría de los adolescentes ven la lectura como un ejercicio de empollones. Los adultos afirman estar demasiado ocupados como para abrir un libro en lugar de sentarse ante el televisor. Y los ancianos, para ellos leer el periódico es suficiente.
Pero no desesperemos del todo, aún queda un atisbo de esperanza entre las pequeñas editoriales, los fanzines, las aulas literarias, los clubes de lectura y las iniciativas culturales. Todavía queda un pequeño reducto de gente que ama la lectura.
Persistamos en nuestro empeño por alcanzar el día en que la literatura sea un gozo, por instaurar un nuevo Siglo de Oro. Si todos ayudamos quizás el próximo premio Planeta seas tú.
Nerea Ferrez.
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