Estamos a punto de ser devorados,
sólo nos separa del pozo
y los ácidos
el movimiento de una glotis enfurecida,
o las manos que se aferren con uñas
y escalen
y suban
y peleen
y rompan dientes, se estallen en sangres ajenas,
salgan a la luz y se cubran los ojos
-tanto tiempo ciegos-
antes de que nos traguen y desaparezcamos.
Yo no quiero que las manos que se alzaron,
los miembros cercenados y enterrados
desaparezcan en la niebla,
que nunca hayan existido
en pos de la comodidad de no levantar las llagas.
Somos un cuerpo enfermo,
el veneno ya nos hace luchar contra nuestra propia sangre,
hay que extraerlo, curar las heridas
-aunque duelan-
y poner a los muertos en sus casas
para que sus voces no nos arranquen las nuestras,
sentarlos a la mesa
y que el convidado de piedra
señale
a justos y pecadores.